Literaturas marginales: Etnoliteraturas colombianas

Por Valentin González-Bohórquez

(Nota del autor: El texto que presento aquí forma parte del libro A History of Colombian Literature, editado por Raymond L. Williams y publicado en inglés por Cambridge University Press en el 2016)

Con la firma de la nueva Constitución Política de 1991, Colombia se reconoció por primera vez en su historia como una nación pluriétnica y multicultural. Este paso fue el resultado de largos años de lucha organizada de los grupos minoritarios por la defensa de sus derechos, sus culturas y espacios territoriales. En la Constitución se distinguen de manera expresa a minorías que estaban presentes en el país desde antes de la formación de la República: los indígenas y las poblaciones afrocolombianas (en las que se incluyen las comunidades raizales de San Andrés y Providencia, y la comunidad de San Basilio de Palenque); posteriormente, en 1999, se incluyó también a los rom o gitanos como una comunidad que hace parte integral de la nacionalidad colombiana. Tradicionalmente excluídos o marginados del diálogo nacional, estos grupos comenzaron a emerger hacia finales del siglo 20 con una voz distintiva tanto en el debate político como en sus manifiestaciones culturales en el panorama nacional. En la literatura se destaca de manera particular la presencia cada vez más notable de autores indígenas de diversas étnias, y en menor grado, la de autores raizales de las Islas de San Andrés, Providencia y Santa Catalina. En este capítulo discuto brevemente sobre el contexto de las poblaciones indígenas y resumo algunos trabajos significativos de estos grupos marginales, cuya incorporación a la escena literaria nacional es parte todavía de un camino por recorrer.

Literatura indígena colombiana

A la llegada de las primeras expediciones españolas al actual territorio colombiano a comienzos del siglo 16 la región estaba habitada por numerosos pueblos indígenas asentados sobre todo en el desierto de la Guajira, el sistema montañoso andino y la selva amazónica. Las estimaciones sobre el número de habitantes en esa época varían considerablemente entre 800 mil hasta los 5 a 6 millones (1), distribuidos de manera irregular en decenas de etnias, muchas de ellas pertenecientes a los dos grupos más avanzados de su tiempo, los muiscas y los taironas de la cultura chibcha, quienes practicaban la agricultura, la minería y la orfebrería. La situación que enfrentaron los nativos durante la conquista y la colonia no difirió de la que sufrieron la mayoría de los pueblos indígenas del continente. En pocas décadas la población había sido diezmada por los combates desiguales, las duras condiciones de trabajo a que fueron sometidos y las enfermedades traídas por los europeos como el tifus, el sarampión y la viruela, contra las cuales no tenían ninguna defensa. Pese a la valiente resistencia y los levantamientos continuos de diversos pueblos indígenas, los conquistadores y colonizadores terminaron apoderándose de sus tierras y reduciéndolos a una vida de explotación y servidumbre a través del sistema de las encomiendas y las mitas. De ser los dueños y señores de la tierra, los nativos pasaron a vivir, como dice el Popol Vuh maya, una “vida en la sombra”.

Dado que durante la conquista la mayor parte de los españoles que llegaron a América eran hombres, estos se unieron con las nativas y crearon un intenso mestizaje entre la nueva población. A estas relaciones interraciales se sumaron los esclavos que fueron traídos de las Antillas o directamente de Africa a las zonas costeras del Atlántico y el Pacífico, desde el siglo 16, creando así la etnografía colombiana compuesta predominantemente por indígenas, europeos y africanos. Ya hacia finales del siglo 19 y en la primera parte del 20 t los flujos migratorios de otras partes del mundo, sobre todo del Medio Oriente y Asia, habrían de crear una compleja variedad de etnicidades y tradiciones culturales en la nación. En el censo del 2005, del Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas, DANE (2), se consideraba que a mediados de la primera década del siglo 21 existían en Colombia cerca de un millón 400 mil indígenas agrupados en unas 87 etnias, constituyendo un 3.4% de la población nacional, gran parte de ellos localizados en sus tierras ancestrales bajo el sistema de los resguardos. En el país, se hablan 64 lenguas amerindias y una diversidad de dialectos que se agrupan en 13 familias lingüísticas. La Constitución Nacional de 1991 reconoció que además del español, las lenguas indígenas son también oficiales en sus respectivos territorios.

Los nativos tenían un sistema de escritura pictográfica y de petroglifos, y las poblaciones andinas de origen quechua al extremo sur del actual Departamento de Nariño utilizaban los quipus (talking knots) por medio de los cuales llevaban un registro de las historias de la colectividad. Aunque la enseñanza del español y la imposición de la religión católica eran parte de los proyectos de la colonia y luego de los gobiernos nacionales, los procesos tanto de adoctrinamiento como de alfabetización fueron lentos y en general nulos, ya fuera por la falta de interés de la sociedad dominante o por la resistencia de los nativos para asimilarlas. Los líderes de las poblaciones indígenas se hallaron, sin embargo, en la necesidad de hablar y escribir en español para poder luchar más eficazmente por sus derechos. De allí resulta natural que los primeros escritos de indígenas y de indígenas mestizos haciendo uso de la escritura española sean las cartas de protesta o memoriales de agravios dirigidas a las autoridades españolas buscando aliviar el sufrimiento a que eran sometidos los nativos.

Uno de los textos destacados de la época colonial es la carta escrita por el cacique mestizo muisca de Turmequé, don Diego Torres, llevada a España por él mismo para ser entregada al rey Felipe II en 1584. En este extenso memorial de agravios, Torres presenta una serie de argumentos para que le sea restituido su cacicazgo (quitado por su hermano Pedro alegando que Diego no era un hijo legítimo), a la vez que hace un recuento de los abusos a que eran sometidos los naturales y los mestizos. Don Diego Torres reclama, entre otras cosas, el exceso de tributos que les exigían los encomenderos y que mantenía a los indígenas en la miseria, además de la humillante servidumbre a que eran sometidas las nativas en casas de los españoles. En su carácter reivindicativo el estilo de la carta guarda estrecha relación con los escritos de Bartolomé de las Casas y es, en última instancia, un soterrado reclamo a ser libres de la subyugación imperial. El memorial del cacique de Turmequé constituye un testimonio del uso de la escritura desde la subalternidad de una minoría que como indica Restrepo “no se ahogaba en la melancolía [sino que] superaba el sentido trágico de la historia para luchar por un futuro para la América indígena” (3).

En la época poscolonial las cosas no cambiaron significativamente para los indígenas, pese a que el 20 de mayo de 1820 el presidente Simón Bolivar firmó un decreto a favor de los nativos para devolverles “todas las tierras que formaban los resguardos según títulos cualquiera que sea el que aleguen para poseerlas los actuales tenedores”(4). Estas como otras leyes a lo largo del tiempo no fueron puestas en práctica y las relaciones de los nativos con la nueva República siguieron siendo en general semejantes a las de la colonia. Lo que sí comienza a desarrollarse en la segunda parte del siglo 19 es un creciente interés por los estudios etnográficos, lingüísticos y antropológicos con el fin de conocer y clasificar a las etnias indígenas del país. Uno de ellos fue el realizado por el poeta y novelista del Valle del Cauca, Jorge Isaacs, quien participa como miembro de una expedición científica que quiere realizar un estudio etnográfico de los indígenas del norte de Colombia; finalmente Isaacs se separa del grupo y realiza el trabajo por su propia cuenta. Como resultado de su investigación, publica en 1864 su “Estudio sobre las tribus indígenas del estado del Magdalena” en los Anales de Instrucción Pública (5) donde narra sus contactos con las comunidades indígenas de la Guajira y las regiones del actual Departamento de Magdalena, y en particular de la Sierra Nevada de Santa Marta. El texto de Isaacs, en el que aflora más su estilo poético y literario que el rigor científico, es, sin embargo, un valioso registro de las tradiciones, leyendas y mitos de estas comunidades que le fueron transmitidas de primera mano, entre otros, por los sacerdotes businkas de la Sierra Nevada.

La publicación en italiano en 1890 de Yurupary (Leggenda dell’ Jurapary), uno de los mitos fundacionales precolombinos de los indígenas de las familias lingüísticas arawah, tucano y tupí-guaraní en la frontera amazónica colombo-brasileña, habrá de inaugurar una copiosa producción etnoliteraria que se mantuvo incesante en Colombia durante el siglo 20. Impresa en el Bolletino della Società Geografica Italiana, esta primera versión del mito es el resultado de las transcripciones hechas por el indígena Maximiano José Roberto en la lengua ñe’engatú en escritura alfabética y la traducción al italiano por el conde Ermanno Stradelli. Tanto por el contenido, extensión y estructura narrativa, Yurupary es considerado a menudo el Popol Vuh sudamericano.

Desde las primeras décadas del siglo 20 comenzará a haber una paulatina presencia de líderes activistas indígenas, entre los cuales Manuel Quintín Lame, originario de los nasa y de los guambianos misak en el Departamento del Cauca, es uno de los más notables. Quintín Lame no solo fue un aguerrido organizador y movilizador de la causa indígena sino que, en la tradición del cacique de Turmequé, utilizó la palabra escrita como instrumento de su actividad. Durante los largos y azarosos años de su vida (1880-1967) escribió numerosos memoriales de agravios a las autoridades regionales y nacionales. Su Defensa de los resguardos, del 17 de enero de 1922, es una elaborada reacción en contra del terraje, un sistema de explotación en el que los nativos labraban para su sustento una pequeña parcela a cambio de trabajar varios días a la semana en la hacienda del propietario sin recibir ningún salario. En 1939 escribe “En defensa de mi raza (los pensamientos del indio que se educó dentro de las selvas colombianas), en el que debate sobre el presente y futuro de los pueblos nativos del país, los tropiezos que enfrentan ante las leyes nacionales y en el que hace una crítica contra los dirigentes de la sociedad dominante en los departamentos del Tolima, el Cauca y el Huila. Una parte de los escritos de Quintín Lame solo serán editados y publicados póstumamente a partir de la década de los setenta, mientras que otra porción considerable de sus manuscritos permanece todavía inédita. Una valiosa selección de sus textos fue recogida en 1973 en Las luchas del indio que bajó de la montaña al valle de la civilización. La labor política de Quintín Lame y su pensamiento liberacionalista abogando por un gobierno indígena autónomo mostrarían tener una influencia décadas más tarde en la Constitución de 1991 cuando por vez primera Colombia se reconoció como una nación multiétnica y multicultural y se crearon los marcos legales para la posesión de los territorios de los indígenas, la preservación de su cultura, la educación, la participación en el gobierno nacional y el derecho a ejercer su propio gobierno en los resguardos.

En la primera parte del siglo 20 se llevan a cabo diversas investigaciones de carácter etnográfico, etnoliterario y antropológico como las adelantadas por el etnólogo alemán Theodor Preus en 1926 entre los kogui de la Sierra Nevada de Santa Marta y los uitoto del Amazonas. De este período serán Las leyendas de Guatemala (1930) y la novela Hombres de maíz (1949), ambas de temática indígena, del guatemalteco Miguel Ángel Asturias. Estas obras serán antecedentes de El Canto General, del poeta chileno Pablo Neruda en 1950; Pedro Páramo, del narrador mexicano Juan Rulfo en 1955; y Los ríos profundos, del peruano José Carlos Mariátegui en 1958, obras fundamentales de destacados autores latinoamericanos que ejemplifican la inversión del discurso occidentalizante que predominaba en la escritura latinoamericana para prestar atención a las voces ignoradas pero siempre presentes de los pobladores originales del continente. Contemporáneo a estos textos es Los dolores de una raza,  del indígena wayuu colombo-venezolano Antonio Joaquín López, Briscol, considerada la primera novela escrita por un nativo nacido en Colombia. Publicada en 1956 en Maracaibo, Venezuela, donde Briscol se había establecido, esta novela histórica, que en su momento pasó desapercibida para la crítica y los lectores mayoritarios, narra las viscisitudes de los nativos de la Guajira, que han vivido fragmentados entre los territorios de Colombia y Venezuela.

Las actividades lingüísticas y misionales en Colombia de la organización protestante norteamericana SIL International, desde sus inicios en 1962 hasta su salida del país en el 2002, habría de contribuir de manera notable a la producción de un cuantioso volumen de textos y cartillas de gramática usando la grafía española en diversas lenguas nativas, que servían tanto para la alfabetización como para la traducción de libros completos o porciones de la Biblia. El empleo de informantes y coautores nativos para la creación de estos materiales, eventualmente serviría a algunos de estos informantes para apropiarse de estos alfabetos y de la lengua castellana para producir sus propios textos etnoliterarios. Alberto Juajibioy Chindoy, escritor camëntsá, fue uno de los autores nativos instrumentales en esta transición entre los estudios etnoliterarios producidos por investigadores y escritores no pertenecientes a las etnias indígenas y el surgimiento de una etnoliteratura de poetas y narradores nativos. Desde 1962 y en los años sucesivos, Juajibioy publicó en el Boletín del Instituto de Antropología, de la Universidad de Antioquia, diversos estudios en los que transcribía tradiciones, mitos y leyendas utilizando un método de análisis científico en sus textos. Juajibioy siguió publicando sus textos etnoliterarios en el Boletín en las siguientes décadas, siendo un pionero en el florecimiento de la narrativa y poesía indígena contemporánea en Colombia.

La publicación en 1975 del cuento “Ni era vaca ni era caballo…”, de Miguel Ángel Jusayú, en Jüküjaláirrua wayú (Relatos guajiros), representó una de las primeras narraciones escritas por un autor nativo (wayuu) en que se realiza el cambio de una escritura primariamente etnoliteraria hacia textos en los que predominan elementos fictivos contemporáneos característicamente indígenas. Los autores nativos de esa generación participan en diversas antologías nacionales y continentales, en foros culturales y políticos, y reciben premios internacionales que tenderán a afianzar la presencia de una literatura indígena en Colombia y otros países del continente como Chile, México, Perú, Guatemala y los Estados Unidos.

Siguiendo una tradición latinoamericana de los siglos 19 y 20  en la que los escritores han sido a la vez actores políticos, el movimiento literario y cultural indígena también ha estado en constante conexión con las luchas políticas inspiradas en figuras históricas como el cacique de Turmequé y Manuel Quintín Lame, quienes usaron de manera persistente el discurso oral y la escritura; o líderes como La Gaitana (Guatipán), heroína de los yalcón y Juan Tamana de la Estrella, indígena nasa, ambos de los Andes colombianos, quienes dirigieron campañas militares contra la ocupación española en la primera parte del siglo 16. En las últimas décadas del siglo 20 y comienzos del 21, diversas poblaciones nativas de Colombia padecieron el reclutamiento forzado de las guerrillas, masacres, desplazamientos y saqueo de sus tierras por grupos de narcotraficantes, lo que los ha forzado a intensificar aún más su activismo político y social. Resultado de estas luchas centenarias en Colombia es la Organización Nacional Indígena (ONIC), creada por gestores de diversas poblaciones nativas en 1982 para continuar los esfuerzos por el reconocimiento de sus derechos y su espacio ante la sociedad mayoritaria.

Coincidiendo con los 500 años de la llegada de los europeos a América, la década de los noventa sería un período decisivo para la emergencia hacia un primer plano de las culturas indígenas en América Latina. El Premio Nobel de la Paz otorgado a la activista maya-quiché Rigoberta Menchú en 1992 fue un explícito reconocimiento a la centralidad de los pueblos originarios del continente en su reclamo de justicia e igualdad de derechos con el resto de la sociedad. Su autobiografía Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (en coautoría con Elizabeth Burgos), en 1983, representó un vislumbre de la entraña de la cultura maya-quiché por una de sus miembros destacadas y provocó la solidaridad internacional con los conflictos padecidos por un sector que constituye un poco más de la mitad de la población guatemalteca. La década de los 90 será, asímismo, el período en que un numeroso grupo de creadores literarios indígenas colombianos publican obras asociadas, en mayor o menor grado, con la oralitura, un término adoptado durante una convención de escritores en lenguas indígenas de América, reunidos en Temuco, Chile, en mayo de 1997, y que designa la transición de las expresiones orales hacia las escritas de cara al nuevo milenio.

Entre este grupo amplio y perteneciente a diversas etnias nativas colombianas puede destacarse a algunos autores y sus obras fundamentales como Esperanza Aguablanca, cuyo nombre nativo es Berichá (uwa), Vicenta María Siosi Pino (wayuu), Fredy Chikangana (yanakuna-mitmakuna), Miguel Ángel López Hernández (wayuu), Hugo Jamioy Juagibioy (camëntsá) y Estercilia Simanca Pushaina (wayuu). Berichá se dio a conocer en 1992 con Tengo los pies en la cabeza, una narración que alterna aspectos autobiográficos y de las tradiciones orales de los uwa con la denuncia política contra la explotación petrolífera en sus territorios ancestrales. La suya es considerada la primera obra literaria escrita por una mujer indígena en alcanzar notoriedad entre la prensa y los críticos. Transcribiendo de su diario personal, la autora dice al comienzo del libro, “Yo me llamo Berichá, soy una mujer indígena U’wa de la comunidad Barrosa que queda cerca a la misión de San Luis del Chuscal en la cabecera de Cubará, Boyacá. Mis padres tenían funciones religiosas dentro de la comunidad, desarrollaban ritos y ceremonias. Yo nací sin piernas, sin embargo tengo los pies en la cabeza porque he podido desarrollar mi inteligencia; eso me ha ayudado a salir adelante, a defenderme en la vida y a ayudar a mi comunidad” (6). A pesar de haber nacido minusválida y de ser condenada, según las leyes de su grupo, a ser abandonada y morir en la selva, su padre logró salvarle la vida y bajo el amparo de una misión católica se educó y volvió años más tarde a su pueblo como maestra. Alternando su actividad como escritora, Berichá ha sido también una incansable activista en favor de su comunidad.

Del pueblo wayuu es la narradora Vicenta María Siosi Pino, uno de cuyos cuentos, “Esa horrible costumbre de alejarme de ti”, fue publicado originalmente en la revista Woummainpa de la Universidad de la Guajira en 1992, posteriormente en el suplemento cultural del diario El Tiempo, de Bogotá en 1997, y luego en el año 2000 en la colección Woumain, poesía indígena y gitana contemporánea de Colombia. Aborda el problema del desarriago cultural cuando su protagonista y narradora, una niña miembro de la comunidad wayuu, es llevada a la ciudad para ser educada por una familia que la trata como una sirvienta. Finalmente el personaje se acostumbra a la vida en la ciudad y aunque regresa ocasionalmente a su aldea ya no se siente parte de allí. En uno de sus soliloquios dice, “Tengo confusión de sentimientos. Creo mía esta casa ajena y de mi Guajira indomable ni recuerdos tengo ya” (7). Técnicas narrativas como la introspección y la corriente de la conciencia, así como el tratamiento de la problemática de las contradicciones de una población que enfrenta las disyuntivas de la asimilación cultural, hicieron de esta historia una aproximación novedosa en la oralitura colombiana. Otros cuentos de Siosi Pino como “El honroso vericueto de mi linaje” y “El dulce corazón de los piel cobriza”, han sido ampliamente divulgados en revistas y antologías. En el año 2000 Siosi Pino obtuvo el primer premio del Concurso Nacional de Cuento Infantil con “La señora iguana”, un texto breve en favor de la protección de las especies animales, a la vez que metaforiza la necesidad de que los pueblos nativos empleen el recurso de la escritura para hacerse conocer por la cultura mayoritaria. Fue esta la primera vez en que una escritora indígena obtenía un premio literario a nivel nacional.

El oralitor Fredy Chikangana, cuyo nombre indígena es Wiñay Mallki, es un poeta yanakuna-mitmakuna del sur del Departamento del Cauca, autor de colecciones de poemas como Canto de amor para ahuyentar la muerte; y Yo Yanacoma, Palabra y memoria. Es uno de los poetas más activos en el diálogo multicultural de la nación y del continente y es parte de una creciente red de autores nativos que buscan publicar tanto en sus lenguas originales como en ediciones bilingües. Su primer poemario en quechua y español fue El colibrí de la noche desnuda y otros cantos del fuego. En el 2008, Chinkangana obtuvo en Roma uno de los tres premios Nósside de Poesía Global, siendo este el primer premio mundial otorgado a un escritor indígena nacido en Colombia. En enero de 2015 se publica Voces originarias de Abya Yala, antología en la que Chikangana participa junto con otros dos detacados poetas nativos, Vito Apüshana y Hugo Jamioy. (Abya Yala es el nombre original que los tule-kuna, una etnia entre Panamá y el occidente de Colombia, daban al continente americano antes de la llegada de Colón y cuyo nombre ha sido adoptado ampliamente por los pueblos indígenas en la actualidad). Sus poemas son una constante evocación a la conexión con la naturaleza, el silencio y la otredad frente a la cultura circundante. En un artículo del Manual introductorio y guía de animación a la lectura de la Biblioteca Básica de los Pueblos Indígenas de Colombia, del 2010, Chikangana apela a que deje de observarse a los indígenas “con una mirada paternalista y folclorista”, a la vez que indica, “aquí estamos para ayudar a construir un puente que permita caminar por esas fuentes ariscas y bravas tratando de ver cómo podemos compartir para llegar como sociedades a un mismo destino” (8).

En el 2000, Miguel Ángel López Hernández (de nombre nativo, Vito Apüshana), obtuvo el Premio Casa de las Américas con su libro de poesía Encuentros en los senderos de Abya Yala, siendo el primer premio literario del mundo de habla hispana otorgado a un poeta y escritor colombiano de origen indígena. El libro relata sus encuentros con diversos poetas nativos, incluyendo a su propia cultura wayuu, a los kogui de la Sierra Nevada, los mapuches, los quechuas y los nahualt, dentro de una cosmogonía en la que interrelaciona todo el continente como una sola cultura milenaria, el “universo de la palabra-pintura de Abya Yala” (9). Previamente, en 1992, Apüshana había dado a conocer su libro de poemas Contrabandeo de sueños con alijunas cercanos, una mirada intimista a la cosmogonía wayuu.

Hugo Jamioy Juagibioy (camëntsá) publica Danzantes del viento/Bínÿbé oboyejuayëng (2005), un libro de poesía bilingüe fundamental en la literatura indígena colombiana contemporánea en la medida en que explora, siempre en constante tensión, la frontera cultural entre la pequeña comunidad de los camëntsá, de no más de seis mil integrantes, con la cultura mayoritaria de los squená (extraños o blancos). Jamioy se asume como una voz de su generación con la tarea impostergable de “entender, practicar y enseñar” los pilares-principios de los antepasados “para preparar el lugar sagrado en donde vivirán nuestros hijos, y los hijos de ellos, como un solo cuerpo, como un solo pueblo” (10). Como parte de esa fusión entre la oralitura y la tradición pictográfica de los ancestros, Juan Andrés Jamioy, hermano del poeta, ilustra la portada del poemario. Otros libros anteriores a Danzantes, son Mi fuego y mi humo, mi Tierra y mi sol , de 1999, y No somos gente, en el 2001.

Otra escritora notable de esa primera generación de oralitores es Estercilia Simanca Pushaina (wayuu), conocida por su cuento “Manifiesta no saber firmar: Nacida el 31 de diciembre”, un relato breve en que destaca el hecho de que ninguno de sus parientes del clan de los Pushainas, saben escribir y todos aparecen como nacidos el 31 de diciembre. Simanca Pushaina decide celebrarle un cumpleaños a todos sus parientes ese día del año y emprender la tarea de registrar no solo a su familia sino a todos los wayus en el registro civil. Esa tarea se vio culminada cuando en noviembre de 2014 cuando por medio de un decreto nacional se establecieron los medios para el registro civil, no solo de los wayuus sino de todos los nativos del país. Pushaina se autodenomina una “wayuu urbana”, es abogada de profesión y mantiene su propio blog. Es autora del libro de poemas Caminemos juntos por la sombra de la sabana, del 2002, de El encierro de una pequeña doncella, publicado el 2006, que incluye tres de sus cuentos, entretanto que cuentos suyos han sido publicados en diversos medios.

En 2010 el área de Literatura del Ministerio de Cultura publica la Biblioteca Indígena y la Biblioteca Afrocolombiana con textos de Fredy Chikangana, Vito Apüshana, Hugo Jamioy, Fernando Urbina, Enrique Sánchez Gutiérrez y Hernán Molina Echeverri y las antologías Antes el amanecer, y El sol babea jugo de piña, de Miguel Rocha Vivas. Ese mismo año, dos grupos de trabajo, uno de la Universidad del Zulia y otro, de la Universidad de la Guajira, inician la traducción al wayuunaiki de Cien años de soledad, la novela de Gabriel García Márquez.

La nueva generación de escritores y poetas nativos colombianos de la primera década del siglo 21 se destaca por una creciente narrativa urbana, de autores que han emigrado de sus comunidades a la ciudad por razones de estudio, a la vez que tratan de mantener contacto con sus lugares de orígen. Entre ellos se encuentran Francisca Muchavisoy, Juan Guillermo Sánchez y Ana María Ferreira. Los escritores nativos siguen intensamente conectados con las temáticas de la naturaleza. Ríos, montañas, árboles, fauna, el universo, constituyen una referencia constante, en la que la tradición y sus ancestros, son una parte esencial junto con el sentido de lucha, de la amenaza que viven frente a la cultura extranjera/extraña. En esa relación-tensión, dice Rocha Vivas, “Los escritores indígenas contemporáneos cumplen con roles importantísimos. Por ejemplo, al sensibilizar a un mayor número de personas sobre la realidad de sus lenguas, cuestionan las univocidades nacionales y los formatos identitarios anglocéntricos; al presentarnos sus formas de verse, nos permiten reconocernos” (11).

No hay duda que todavía falta mucho para que los nativos tanto de Colombia como del resto del continente recuperen y tengan un espacio justo en la cultura, en los debates nacionales y en lo que concierne a sus derechos. Todavía es esta una agenda en proceso. Pero como puede apreciarse por momentos y movimientos fundamentales como la Constitución de 1991 y la enorme producción literaria de las últimas décadas, la situación ha cambiado considerablemente. La tensión sigue viva entre la tentación o la amenaza de la asimilación y la preservación de su identidad cultural. Lo que sus líderes, artistas y escritores reclaman a través de sus esfuerzos es el reconocimiento y derecho a vivir dentro de sus propias normas, bajo sus propias leyes naturales y a contribuir positivamente como los hermanos mayores de la tierra. En 1884, el poeta y líder independentista cubano José Martí, señalaba visionariamente en relación con el espacio territorial y las culturas nativas del continente, “Se verá un espectáculo sublime el día que se sienta con fuerza y despierte” (12). El espectáculo de ese despertar y la emergencia de estas voces marginadas saliendo del mundo de las sombras hacia “la visión del alba de la vida”, como también dice el Popol Vuh, ya son un hecho constatable.

Citas

1) Gómez Londoño, Ana María. Muiscas: representaciones, cartografías y etnopolíticas de la memoria. Santa Fe de Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2005: 76-77.

2) Hernández Romero, Astrid. La visibilización estadística de los grupos étnicos colombianos. Departamento Administrativo Nacional de Estadística, Bogotá: DANE, Censo 2005.

3) Restrepo, Luis Fernando. “The Cacique of Turmequé or The Affronts of Memory”. Cuadernos de Literatura,  Universidad Javeriana. Bogotá, Colombia, No. 28, Julio-Diciembre, 2010: 31.

4) Sánchez Gutiérrez, Enrique y Molina Echeverri, Hernán, compiladores. Documentos para la historia del movimiento indígena colombiano contemporáneo. Biblioteca Básica de los Pueblos Indígenas de Colombia. Bogotá: Ministerio de Cultura, 2010: 395.

5) Isaacs, Jorge. Estudio sobre las Tribus Indígenas del Estado del Magdalena. Exploraciones. Obras completas, vol. VI. Edición crítica de María Teresa Cristina. Universidad Externado de Colombia y Universidad del Valle. Bogotá: Ediciones Sol y Luna, 1967. 

6) Berichá, E. Tengo los pies en la cabeza. Bogotá: Los cuatro elementos, 1992.

7) Rocha Vivas, Miguel, compilador. El Sol babea jugo de piña. Antología de las literaturas indígenas del Atlántico, el Pacífico y la Serranía del Perijá. Bogotá : Ministerio de Cultura, 2010.

8) Sánchez, Enrique, Chikangana, Fredy [Wiñay Mallky], et al., coords. Manual introductorio: Biblioteca básica de los pueblos indígenas de Colombia. Nación desde las raíces. Bogotá: Ministerio de Cultura, 2010.

9) López Hernández, Miguel Ángel. Encuentros en los senderos de Abya Yala. Quito, Ecuador: Ediciones Abya Yala, 2004: 129.

10) Jamioy Juagibioy, Hugo. Danzantes del viento: poesía bilingüe. Bínÿbe Oboyejuayëng / Hugo Jamioy Juagibioy. Bogotá: Ministerio de Cultura, 2010: 24.

11) Rocha Vivas, Miguel. Palabras mayores, palabras vivas. Tradiciones mítico-literarias y escritores indígenas en Colombia. Madrid: Taurus, 2013: 309 e-book.

12) Martí­, José. Periodismo de 1881 a 1892. La Habana, Cuba: Casa de las Américas, 2003: 192.

Bibliografía
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