“Estatuas sepultadas”, una relectura desde lo fantástico y heterotópico


Por Valentin González-Bohórquez

Antonio Benítez-Rojo se dio a conocer en 1967 cuando su breve colección de cuentos Tute de reyes obtuvo el premio Casa de las Américas. El libro, de apenas cien páginas, consiste de una decena de narraciones cortas, de las cuales “Estatuas sepultadas” ha llegado a ser emblemática de la producción del autor durante esta etapa inicial de su carrera. Dicho emblematismo está caracterizado, entre otras cosas, por la técnica narrativa y el tratamiento de la historia, que nos acerca de manera provisoria a esa zona polisémica de sus escritos durante el tiempo en que estuvo asociado con el gobierno de la revolución, y que se profundizó en su posterior producción.

En un primer plano del constructo narrativo, “Estatuas sepultadas” puede ser vista como una alegoría modernista político-social, que mezcla surrealismo con lo fantástico, sobre una familia decadente de la alta burguesía en los inicios de la revolución cubana. La familia protagonista se encierra dentro de los predios de su mansión en El Vedado, una zona privilegiada de La Habana, y se resiste a mantener contacto con el mundo exterior donde sabe y asume que se está desarrollando y estableciendo una nueva sociedad que le es antagónica y hacia la cual ha desertado “la mitad de la familia en los nueve años que ya duraba el asedio”. Esta resistencia es traicionada finalmente cuando Aurelio, el joven que representa la única posibilidad de pervivencia de su estirpe, se escapa del lugar con Cecilia, la niña-mariposa, condenando a la familia a su eventual extinción. La historia retrata de ese modo un mundo que está a punto de desaparecer, y que de hecho es forzado a desaparecer durante los años siguientes al triunfo de la revolución, ya sea por el exilio o por el sometimiento forzado a las imposiciones del gobierno.

En una entrevista en 1977 para El Caimán Barbudo, Benítez-Rojo mismo indicaba preventivamente que veía a los personajes de su cuento como “individuos producto de la alienación… [como] un espejo implacable de su propia tacha moral, su imperfección ante el hermoso ideal de la Revolución” (Coricelli 2013, 83). En ese sentido, como indica acertadamente Díaz Infante, el modelo estructural de “Casa tomada”, de Cortázar (uno de los autores referentes de Benítez-Rojo, sobre todo en el manejo de elementos surrealistas), fue “apropiado por la ‘narrativa de la revolución’, invirtiendo la axiología, para representar a la burguesía condenada por la necesidad histórica” (Diario de Cuba, 2012). Abundando sobre estas relaciones intertextuales, González Echeverría señalaba las características novedosas de la ‘casa tomada’ en Benítez-Rojo en la yuxtaposición entre “velocidad violenta” versus “tiempo detenido”, a la vez que el relato añade “un hálito poético que se expresa en el color del ala de la mariposa, o en deterioro gradual de los muebles y objetos contenidos en la casa: lucha de la fijeza con el tiempo en un recinto cerrado, autosuficiente, que languidece y hace por perpetuarse en los escarceos amorosos de los protagonistas jóvenes” (2004, 17).

Lo fantástico y el apocalipsis
Sin embargo, una relectura de “Estatuas sepultadas”, que es lo que se propone este ensayo, nos aproxima a un autor cuya mirada está lejos de tener la actitud complaciente hacia el discurso revolucionario que sugieren aquellas tempranas declaraciones, y por el contrario revela una actitud que se distancia cautelosamente de la euforia triunfalista de los años sesenta. Uno de estos acercamientos a la textualidad de la historia es el empleo de lo fantástico como artefacto narrativo, que disuelve la posibilidad de aprehender su entendimiento por vías de la objetivación de la realidad, de manera que en vez de explicarnos “lo sobrenatural […] le permite al lector formarse sus propias conclusiones acerca de la naturaleza de lo que ha sucedido en el texto” (Duncan 2010, 31, mi traducción).

Pese a que el cuento narra eventos que son reconocibles para un lector informado del momento histórico que describe, la atmósfera en general está permeada por un hálito fantasioso que enrarece la lectura y nos coloca en un plano de irrealidad. La mariposa dorada que ataca a Lucila, la narradora, las estatuas como personajes que se duplican en los personajes humanos, la muerte del misterioso Mohicano, el repentino polvo dorado que cubre las manos de Lucila, la transmutación de la niña Cecilia en mariposa y viceversa, la huida de Aurelio con la mariposa, los alaridos que salen del polvo dorado que cubre las manos de Lucila, y la enigmática frase con que termina la historia, son secuencias descriptivas que acentúan la desfamiliarización y la extrañeza frente a la trama narrativa.

Uno de los resultantes del empleo del recurso estratégico de lo fantástico, es que problematiza el entendimiento del cuento como lo que en apariencia debe ser: una historia de cierre y de apertura de un momento puntual de la historia de Cuba. Al concentrarse de modo casi exclusivo en el mundo distópico al que se le impone su clausura (la yerba que crece y que invade de manera entrópica la suntuosa mansión donde se intenta perpetuar un mundo ya caduco), el relato deja al margen la ejemplificación de los ideales y los logros de la revolución. Los habitantes de la mansión oyen los ocasionales y distantes cañonazos, ven los aviones grises que dejan su rastro de humo en el cielo, y oyen los aplausos y “los cantos marciales por encima del muro de vidrios anaranjados”, como indicios que prefiguran un mundo todavía en caos. El resultante de esta estructuración del relato es que la revolución queda apenas alegorizada como una aspiración, como una proyección hacia el futuro, y reducida en última instancia a la alegorización por medio de una figura fantástica: la niña-mariposa, que en su escape con Aurelio se constituye en una especie de versión actualizada del flautista de Hamelín, o del unicornio azul perdido del que canta Silvio Rodríguez, figura esta última, que entre las diversas interpretaciones que se le dan a esta canción/poema del cantante por antonomasia de la revolución(1), bien puede prefigurar la imposibilidad de la utopía, como apunta de igual modo el relato de Benítez-Rojo.

Así, en lugar de una visión de la revolución como futuro idílico, Benítez Rojo parece sugerir lo que años más tarde señalaría acerca de su entendimiento sobre la dinámica histórica del Caribe:
Entonces supe de golpe que no ocurriría el apocalipsis. Esto es: las espadas y los arcángeles y las trompetas y las bestias y las estrellas caídas y la ruptura del último sello no iban a ocurrir. Nada de eso iba a ocurrir por la sencilla razón de que el Caribe no es un mundo apocalíptico. La noción de apocalipsis no ocupa un espacio importante en su cultura. Las opciones de crimen y castigo, todo o nada, de patria o muerte, de a favor o en contra, de querer es poder, de honor o sangre, tienen poco que ver con la cultura del Caribe; se trata de proposiciones ideológicas articuladas en Europa que el Caribe sólo comparte en términos declamatorios, mejor, en términos de primera lectura. En Chicago un alma desgarrada dice “I can't take it anymore”, y se da a las drogas o a la violencia más desesperada. En La Habana se diría: “lo que hay que hacer es no morirse”, o bien, “aquí estoy, jodido pero contento” (2010, 10).

Es precisamente a ese entorno al que se dirige la conclusión de “Estatuas sepultadas”: un mundo que fluye, que se desplaza, que sueña, que no abandona la utopía, que tiene una imagen flexible y, si se quiere, indolente, hacia dicha utopía. En ese sentido, la propuesta metonímica de la narración podría ser el traspaso de la utopía acorralada y decadente de una minoría privilegiada (las clases dominantes dentro de un sistema oligárquico) a la de una imaginada utopía para las masas cuya aspiración es apenas un sueño por verificarse —y por tanto, incierto— más allá de las rejas (rejas barrocas, coloniales) del mundo que agoniza. El relato se desplaza de ese modo hacia lo que podría verse como dos espacios distópicos simultáneos que apuntan tanto a un pasado/presente y hacia un presente/futuro en el entorno de lo fantástico y quizá de lo no realizable.

Lo sagrado como hito espacial
Además del uso genérico de lo fantástico, la espacialidad juega un rol significativo en la armazón del relato. La casa y la cerca alrededor de sus enormes predios se convierten en territorio sagrado, fuera de los cuales se produce la pérdida de la tradición, los privilegios y la singularidad. Es un espacio físico y mental, una heterotopía, una otredad desfasada y arrítmica con su tiempo(2), de modo que cuando Aurelio escapa a este cerco, la familia se hunde en la ruina y la tragedia. La concepción de la específica topografía del relato como espacio sagrado está sugerida desde el título mismo y en la atmósfera general de la historia cuyo tono describe una suerte de cementerio, espacio sentenciado ya a ser tumba como lo es para las estatuas, símbolo de otra época.(3) Es espacio sagrado también porque fuera de su periferia ya no existe identidad, o existe la posibilidad de una confrontación no deseada con lo que hay fuera, que se percibe desde adentro como lo despreciable, lo antagónico, lo otro, lo que debe ser tajantemente rechazado. Es espacio sagrado también porque allí es donde se ejerce el Código, con una delimitación marcada y objetiva fuera de cuyas fronteras solo existe el caos, “la muerte exterior del otro lado de la verja”.

Esta vinculación con lo sagrado adquiere aquí un caracter hagiográfico en la medida en que los miembros de la familia están revestidos de una distintividad sustentada por una tradición que se autopercibe como superior y excluyente. Lo sagrado —en su sentido de inviolado/exclusivo, lugar del rito y del Código— son referidos tanto al espacio interior de la mansión, como a su entorno externo. El tono apreciativo que adopta la narradora al describirlos enfatiza dicha sacralidad en contraste con su conciencia de la amenaza que se cierne sobre dichos espacios. Así, durante el ejercicio veraniego de perseguir y cazar mariposas en “los jardines de nuestra mansión”, a los más jóvenes “nos gustaba sortear el cuerno de caza, junto al palomar desierto, vagar por entre las estatuas con las redes listas, siguiendo los senderos del parque japonés, escalonados y llenos de imprevistos bajo la hierba salvaje que se extendía hasta la casa”. Esta hierba que crece incontenible, remarca la narradora, “constituía nuestro mayor peligro”. En el momento en que se describe la acción, todo el espacio exterior dentro de las rejas es ya espacio entrópico y en desasosiego.

A su vez, el interior de la casa reproduce la ansiedad de los jardines, pero referida a la incandescencia monótona de actos repetitivos que tratan de hallar sentido a la persistencia de la tradición. Lucila, la narradora, joven de poco menos de 17 años, describe que cada anochecer, después de comer
nos reuníamos en el salón de música para escuchar el piano de tía Esther, sus himnos religiosos en la penumbra del único candelabro. Don Jorge nos había enseñado algo en el violín, y aún se le mantenían las cuerdas; pero por la desafinación del piano no era posible concertarlo y ya preferíamos no sacarlo del estuche. Otras veces, cuando tía Esther se indisponía o mamá le reprochaba el atraso en la costura, leíamos en voz alta las sugerencias de don Jorge, y como sentía una gran admiración por la cultura alemana, las horas se nos iban musitando estanzas de Goethe, Hölderlin, Novalis, Heine.

Esta entropía tanto en los espacios interiores como exteriores adquiere una dimensión totalizante y ofuscada en el carácter y la conducta de los miembros de la familia que se han autoexiliado dentro de este espacio sacramental. A pesar de la juventud de los actantes principales, el ánimo, la actividad y los diálogos tienden a denotar una persistente melancolía, basada sobre todo en la conciencia familiar e individual de que asisten a un momento de clausura inevitable.

En su conocido estudio “Mourning and Melancholia”, Freud señalaba que las expresiones de estos dos estados emocionales y de consciencia tienden a ser semejantes y complementarios en la medida en que el luto “is regularly the reaction to the loss of a loved person, or to the loss of some abstraction which has taken the place of one, such as one’s country, liberty, an ideal, and so on”; entre tanto que, “[t]he distinguishing mental features of melancholia are a profoundly painful dejection, cesation of interest in the outside world, loss of the capacity to love, inhibition of all activity, and a lowering of the self-regarding feelings to a degree that finds utterance in self-reproches and self-revilings, and culminates in a delusional expectation of punishment” (1953-1974, 243-44). Agamben indica que la distinción posible entre estos dos estados consiste en que mientras en el luto es posible la recuperación “por medio de la transferencia de la líbido a un nuevo objeto, en la melancolía la pérdida acaba recayendo sobre el propio ego en un movimiento de identificación narcisística con el objeto perdido” (1977, 52).

Varias de estas características se hallan presentes en mayor o menor grado en los personajes del relato quienes repiten acciones mecánicas con una pérdida gradual del interés (ya no querían siquiera sacar el violín de su estuche) hasta la frase culminante en la que alguien cae “sobre el candelabro y se hizo la oscuridad”. Este sentimiento de pérdida y desesperanza, de resistencia ante lo que se sabe perdido de antemano (actitud que por lo demás comporta una dignidad —¿terquedad?— extrema), es consecuente con la percepción que tienen los personajes de caminar y desplazarse dentro de un espacio que se concibe como reducto sepulcral y por tanto sacralizado.

En el texto de Benítez-Rojo esta agonía cuasiépica apunta indudable y prioritariamente hacia las clases aristocráticas de la isla, toda vez que está escrita en un momento (1967) en que la Revolución es relativamente joven y la ilusión de la utopía de un gobierno del pueblo y para el pueblo se mantiene como una expectativa viable. Sin embargo, como ya se ha destacado, la opción de narrar la historia en un escenario onírico y fantasioso introduce el elemento de ambigüedad —y quizá aún mejor, de ambivalencia— sobre la incierta constatación del sueño revolucionario(4)
, y de ese modo apunta translativamente al factum probable de que la distopía del mundo aristocrático y semifeudal pueda reproducirse bajo imperativos concurrentes en ese nuevo mundo que intenta construirse violenta e impositivamente más allá de la verja de la mansión en ruinas.

Espejos y lepidópteros
Resulta por lo demás evidente que adicionales a la asumpción de la sacralidad topológica, existen otras heterotopías a través de las cuales se construye y se deconstruye el relato. Una de ellas es la heterotopía del espejo, simbolizada en primera instancia a través de la antinomia fascinación/rechazo que ejercen las mariposas en la narradora y su función metonímica en el texto. Los lepidópteros variopintos son vistos por la familia, y en particular por la madre, como “un arma secreta” (arma ideológica, desestabilizante) que proviene de afuera donde palpita el fermento revolucionario. En consecuencia, el acto de cazar mariposas a que se dedican en el verano los jóvenes de la familia, más que un pasatiempo de ocio aristocrático es retratado como un acto de resistencia a la seducción que proviene de afuera y ante la cual ha sucumbido ya la mitad de la familia. La revolución/mariposa, con sus “alas cargadas de signos de más allá de las lanzas, del muro enconado de botellas”, es percibida como lo externo contaminado que entra por el espacio abierto y vulnerable del recinto sagrado. Pero es también, a un mismo tiempo, lo promisorio: lo que augura un futuro —cualquier futuro—, así sea este de supervivencia y negación. La posibilidad de esta amenaza está plasmada premonitoriamente en el grabado que cuelga de una de las paredes de la habitación de Aurelio en el cual unas mariposas cargan a una mujer tomada del pelo y de la falda por encima de “la verja atravesando el río”, en una acción que bien entenderse como un rapto o un rescate.

Los actos de crueldad cometidos por los jóvenes contra las mariposas, celebrados siniestramente como concursos de belleza, refuerzan el síndrome del asedio y permiten desestabilizar la percepción maniquea de buenos y malos, creando una pantanosa zona gris en la psiquis de los personajes. La amenaza, asumida como delirio por la madre de Lucila, son los cañonazos, los aplausos y los himnos que no quiere escuchar. Indefensa, trata de ahogar con “tapones y compresas” el ruido que proviene del vecindario, desde lo que fuera la mansión de los Enriquez, convertida hoy por la Revolución en una politécnica, quizá la única referencia concreta en el relato al establecimiento del nuevo gobierno. Como indica Bachelard, “[l]o de fuera y lo dentro son, los dos, íntimos; están prontos a invertirse, a trocar su hostilidad. Si hay una superficie límite entre tal adentro y tal afuera, dicha superficie es dolorosa en ambos lados” (2000, 189). Dolor que en el caso de Lucila es la certeza de que Aurelio, su prometido, ha sido seducido ya por la mariposa dorada con quien el único varón joven de la mansión se ha extraviado una tarde entre la galería de estatuas.

La mansión representa también un espejo de sí misma —imagen que le refiere en un tiempo superpuesto a una visión narcisista y autocomplaciente, que a su vez le revela un destino impugnado como el de las demás mansiones del vecindario, preludio de lo que espera a los sobrevivientes de la familia protagonista. Cada uno de los personajes vive en una suerte de irrealidad espasmódica, suspendidos en un tiempo aletargado, sostenidos solamente por las escasas provisiones que contrabandea de noche y a oscuras el tío Jorge por entre las rejas de la mansión con agentes externos, mientras parecen esperar que los tiempos cambien por sí solos o que la ayuda providencial de “organizaciones de fama” llegue desde un más allá hipotético.

El vislumbre de esta esperanza parece surgir cuando llega el personaje al que denominan el Mohicano, quien viene a hacerse cargo de combatir (literalmente) y acabar con la maleza del jardín, acompañado de la misteriosa niña Cecilia. Sin embargo, esa misma noche, de manera inexplicable, el Mohicano aparece muerto en su habitación, mientras al día siguiente Cecilia, convertida ahora en mariposa, se escapa de la mansión con Aurelio, en una escena que replica a la del grabado de su cuarto. El intermitente espejo de errores pone en evidencia la fragilidad del cerco defensivo de la familia hasta un final que sugiere su exterminio. El espacio es así víctima y victimario, espacio impugnado que se encamina a ser sustituido por lo Otro. En el avance atropellado del reordenamiento social, la revolución es, por su parte, espejo opaco, oscurecido temporalmente, en el que no se reflejan sus actantes, sujetos invisibles identificados solo por la altisonancia de los himnos y los aplausos y enervados por la euforia de la conquista y los discursos.

Texto e imagen heterotópicos
El texto mismo, la palabra, se enfrenta también a su propia espacialidad heterotópica en la medida en que este, como el espejo, es espacio alterno y construido, un espacio que se sostiene apenas por la cambiante referenciación del lector que delimita y bifurca las fronteras del relato. En este constructo en particular, “Estatuas sepultadas” fue recibido, como se ha anotado anteriormente, como parte de la narrativa de la revolución que celebraba la caída de las clases dominantes históricas de la isla “ante el hermoso ideal de la revolución”, como diría el mismo Benítez-Rojo de su cuento. Pero esta idea idílica no era sustentada ni por la configuración de la trama misma ni por el modo narrativo, de manera que una lectura atenta lo que parece reflejar, en cambio, es la doble distopía de un pasado indeseable en proceso de extirpación y de un futuro alegorizado en la fragilidad biológica de las mariposas y “los febriles e ininteligibles discursos del mediodía”: alharaca inacabable en la creación del hombre nuevo.

Sabot, en su estudio de Las palabras y las cosas, de Foucault, alude a la relación entre texto y naturaleza, esto es, el lenguaje como concepción natural en sí mismo, y destaca que
El «discurso de la naturaleza», que no es sino la naturaleza convertida en discurso, se debe entonces entender como un discurso del orden de la naturaleza: al enunciar en las sucesivas descripciones la estructuración objetiva de lo visible observado, pretende establecer entre los seres naturales un verdadero sistema de identidades y diferencias. Así es como todo «lo visible descrito» —por derecho, toda la naturaleza—puede caber en el espacio taxonómico de visibilidad constituida por el cuadro: el orden de la naturaleza y el orden del discursos son, en él, estrictamente coextensivos” (Sabot 2006, 38).

El texto, pues, sustanciado dentro del orden de lo natural, genera su propio espacio, que al fin y al cabo no es otra cosa que un contraespacio, una imagen que como la del espejo reclama siempre el espacio otro, “espacio que está fuera de todos los espacios, aunque no obstante sea posible su localización”, y de esta manera reclama su legitimidad y su visibilidad. El organismo textual llamado “Estatuas sepultadas” es el ente único por el cual tenemos acceso a la narración y a sus significantes; es reflejo e imagen —sustancia— en el sistema de identidades y diferencias naturales a que hace referencia Sabot.

Por otra parte, las reconstituciones palimpsésticas son una de las maneras como la fenomenología heterotópica se hace coextensiva y se bifurca ya no solo en intertextualidades sino en el diálogo interartístico más amplio. En 1979, doce años después de la primera publicación de “Estatuas sepultadas” dentro de la colección de cuentos Tute de reyes, el director de cine Tomás Gutiérrez Alea, pidió a Benítez-Rojo trabajar conjuntamente en la creación de un guión cinematográfico basado en dicho relato. El resultado fue la película Los sobrevivientes, que sigue de cerca la estructura y la atmósfera surrealista y fantasiosa del cuento original, pero que profundiza y radicaliza las consecuencias del asedio a la familia aristocrática, identificada aquí como el clan de los Orozco.

Dedicado a Luis Buñuel, y con claras reminiscencias a El ángel exterminador y a El discreto encanto de la burguesía, el filme de Gutiérrez Alea explora el carácter distópico de la familia que contra toda esperanza realiza, desde su encierro en la mansión y sus jardines, un viaje regresivo desde las formas civilizadas del presente, pasando por estadios cada más primitivos hasta llegar al canibalismo. El espectador de la película, como el lector del cuento, asiste a esta decadencia, que en el filme va adquiriendo connotaciones cada vez más satíricas y grotescas. A solo un año de exiliarse de manera permanente en los Estados Unidos, Benítez-Rojo avanzó con esta nueva versión de su cuento, la tesis del reconocimiento de la persistencia del otro que intentó ser arrastrado y sometido dentro del sueño monolítico del socialismo. La crítica planteada tanto por la película como por el cuento, apunta hacia la deshumanización no solo de la clase doblegada sino también de la revolución. Hagopian señala

Los sobrevivientes has about it the feel of Cuba after the Revolution has settled in, a time when the nation was catching its breath, and casting a less romantic eye at the realities of post-Revolution society. […] By setting his social questions in a comic world, he [Gutiérrez Alea] further undercut the self-righteousness of revolutionary art, demanding of his audience that we do the hard work of social analysis (2001).

Al ampliar de manera consistente el phatos presente en “Estaturas sepultadas”, Benítez-Rojo explicita de manera más obvia en el guión cinematográfico el interrogante de la doble distopía apenas sugerida en el texto literario original. Las heterotopías mencionadas en este ensayo en relación con el texto, se recrean y se bifurcan, ya que como expresa Foucault en relación con las artes escénicas y cinematográficas, el espacio heterotópico “tiene el poder de yuxtaponer en un único lugar real distintos espacios, varias ubicaciones que se excluyen entre sí” (1984). Estas yuxtaposiciones potencian, o al menos sugieren, nuevas lecturas de una obra que entra en diálogo con otras formas de expresión. Si para Benítez-Rojo la patria de las consignas no tenía su asidero en la cultura caribeña (como lo indica en la cita incluída anteriormente de su libro La isla que se repite), entonces lo que sí existe es un espacio que reclama la libertad del otro porque se viene de una arraigada experiencia en que dichas libertades le han sido negadas. Lo que se reclama es la ausencia de los totalitarismos de cualquier orden y la libertad de seguir soñando con otros mundos posibles.

Sin duda, debe seguir siendo legítima la consideración de este relato corto de Benítez-Rojo como una alegoría político-social sobre el cierre que le impuso el triunfo de la revolución a las clases burguesas y aristocráticas de la isla. Sin embargo, una relectura del texto postula no solo la radicalidad del desencuentro —mundos que no se tocan ni se ven—, sino que propone, ya desde una época temprana de la revolución, la posibilidad de que esta devenga también en un eventual sueño distópico. En una mirada distante y actualizada, a más de cincuenta años desde su publicación en 1967, “Estatuas sepultadas” no deja de parecer un texto premonitorio en el que ahora los personajes y las funciones heterotópicas aparecen invertidas, y los remanentes de la revolución ocupan el espacio de la mansión en ruinas. Como indica Díaz, “mientras la utopía de los sesenta se imaginaba como una construcción —del socialismo y el comunismo, del hombre nuevo—, ahora la referencia por excelencia es la ruina”, una ruina que “ya no es símbolo de una burguesía condenada al fracaso por la necesidad histórica, sino de la Revolución misma” (2009).


Notas
1) En internet circulan distintas versiones del mismo Rodriguez sobre el posible significado de dicha canción: no significa nada más que lo que su letra dice, esto es que busca un unicornio que se le ha perdido (como en una canción infantil); ha dicho igualmente que se refiere a un sueño que tuvo el poeta Roque Dalton mientras era guerrillero en las montañas de El Salvador, y que le compartió en alguna ocasión; o que se refiere a la amistad perdida e irrecuperable; o a la falta de inspiración.

2) Foucault se refiere a la heterotopía como una “especie de contraespacio… en el que los espacios reales, todos los demás espacios reales que pueden hallarse en el seno de una cultura están a un tiempo representados, impugnados o invertidos, una suerte de espacio que está fuera de todos los espacios, aunque no obstante sea posible su localización” (“De los espacios otros”. París: Architecture, Mouvement, Continuité, n 5, octubre de 1984).

3) No deja de ser significativo el hecho de que justamente en el barrio El Vedado (ya de por sí un término que implica un espacio cerrado por ley), donde se ubica el relato, esté la Necrópolis de Colón, uno de los más notables cementerios del continente, declarado Monumento Nacional debido a sus esculturas y mausoleos. En esta necrópolis de 560 mil pies cuadrados conviven esculturas griegas a la par de construcciones góticas, neoclásicas, modernistas y eclécticas. Como las estatuas del cuento de Benítez Rojo, muchas de las estatuas y monumentos de este cementerio están amenazados por el saqueo, el abandono y la ruina.

4) En su estudio de la novelística cubana de las dos últimas décadas, Magdalena López destaca que contrario a la conclusión no dinámica de la melancolía en el análisis freudiano, autores como Lezama Lima y Agamben conciben un espacio alterno, una melancolía productiva, un “entrelugarepifánico”, que se abre hacia el futuro aunque con incertidumbre. López discute la presencia de esta dualidad entre esperanzadora y escéptica en autores como Padura, Magris y Fernández Pintado (“Utopía y distopía del fracaso revolucionario en la reciente novelística cubana”. Trans. Revue de littérature générale et comparée. París: Presses Sorbonne Nouvelle, 2012, 14). Desde esta perspectiva ulterior, un cuento como “Estatuas sepultadas” es un claro antecedente a la narrativa más reciente en el sentido de que asume, ya desde los sesenta, una postura ambivalente sobre el futuro de la Cuba revolucionaria.


Bibliografía
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