Tres bosquejos del mal. Aproximaciones a la narrativa del Crack
Por Valentin González-Bohórquez
En su Manifiesto de 1996, los cinco miembros originales del grupo del Crack (Palou, Volpi, Padilla, Urroz y Chávez Castañeda) apelaban a las propuestas de Ítalo Calvino (1988) y a las tesis de John S. Brushwood en Mexico in its novel. A Nation’s search for identity (1966), como inicio de su intención creativa. Enfrentada la literatura a la feroz y masiva competencia de la industria del entretenimiento, el recurso que esta tenía era, según estos noveles autores, acudir a lo que el autor italiano denominaba la levedad de la escritura en “la época de la imagen y la falta de tiempo” (1988), esa “extraña ligereza” que constituye el aire, la ambientación de El Decamerón, los Cuentos de Canterbury o el Quijote, y que están conectados a la vez en el presente con lo que Brushwood identificaba, en el caso de México, como la “novela de búsqueda profunda”, entre los cuales textos como Al filo del agua, de Yañez, y Casi el paraíso y Murieron a mitad del río, de Luis Spota, serían algunos de sus modelos. Con estas premisas en mente, puede apreciarse de entrada que el afán de este grupo de autores no era necesariamente rupturista o innovador, ni buscaba desprenderse de la tradición, sino antes que nada crear el punto de encuentro con sus potenciales lectores —con un cierto tipo de lector interesado en una literatura ambiguamente definida como “profunda”, que ayudara a explicitar una suerte de ruta para la supervivencia de la escritura hacia el nuevo milenio.
Antes de la aparición del Manifiesto, ya tres de estos autores mexicanos (Urroz, Padilla y Volpi) habían realizado en 1989 un primer esfuerzo de escritura conjunta con Variaciones sobre un tema de Faulkner (que incluyó también a Alejandro Estivill). Luego en 1994, prosiguiendo con el trabajo en equipo, pero esta vez con textos independientes, publicaron tres novelas cortas, o como Volpi prefiere llamarlas, “novelas de media distancia”, agrupadas bajo el nombre de Tres bosquejos del mal. En 1996, con motivo del lanzamiento de cinco nuevas novelas (una por cada miembro del grupo), sus integrantes leyeron, en la más clásica tradición vanguardista, el Manifiesto del Crack en el que esbozan, cada uno en un segmento, las propuestas liminares de un ideario en el que, además del acercamiento formulaico a las inacabadas “Lezione americane” que Calvino iba compartir en la Universidad de Harvard, no pretendían que sus novelas fueran “un movimiento literario, sino simple y llanamente una actitud. No hay más propuesta que la falta de propuesta”. Con todo, resulta claro que un Manifiesto es, por antonomasia una propuesta, así sea ella una declaración contra sí misma o a favor de nada. Y en dicha propuesta/no propuesta, el resultante más significativo ha de ser lo que Padilla llama en su segmento, la “estética de la dislocación”, que en el caso del grupo es la aspiración de no querer ser continuadores de la narrativa del boom y de manera específica de aquellas obras del postboom que quieren perpetuar el realismo mágico como paradigma arquetípico y recurrente y, valga decir, casi excluyente, de lo que debe ser la literatura latinoamericana.
En este sentido, los miembros del Crack coinciden generacional y sintomáticamente con los escritores de distintas partes de América Latina que formaron parte de la antología de McOndo (publicada también en 1996), o con la Generación del 90 de Brasil, entre otros. En el prólogo de MacOndo, sus editores, los escritores chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez, señalan que el título del libro “tiene algo de llamado de atención a la mirada que se tiene de lo latinoamericano. No desconocemos lo exótico y variopinta de la cultura y costumbres de nuestros países, pero no es posible aceptar los esencialismos reduccionistas, y creer que aquí todo el mundo anda con sombrero y vive en árboles. Lo anterior vale para lo que se escribe hoy en el gran país McOndo, con temas y estilos variados, y muchos más cercano al concepto de aldea global o mega red” (1996). Para prevenir al lector, a las academias (sobre todo a la de los Estados Unidos y Europa) y las editoriales, Fuguet y Gómez señalan que no se trata de un desconocimiento del Macondo que rondea el ámbito de lo latinoamericano, sino que su referencia y realidad son mucho más vastas, pobladas también de “contaminación, con autopistas, metro, tv-cable y barriadas. En McOndo hay McDonald´s, computadores Mac y condominios, amén de hoteles cinco estrellas construidos con dinero lavado y malls gigantescos. En nuestro McOndo, tal como en Macondo, todo puede pasar, claro que en el nuestro cuando la gente vuela es porque anda en avión o están muy drogados. Latinoamérica, y de alguna manera Hispanoamérica (España y todo el USA latino) nos parece tan realista mágico (surrealista, loco, contradictorio, alucinante) como el país imaginario donde la gente se eleva o predice el futuro y los hombres viven eternamente. Acá los dictadores mueren y los desaparecidos no retornan. El clima cambia, los ríos se salen, la tierra tiembla y Don Francisco coloniza nuestros inconscientes” (1996).
Esta conmoción pasa también por la curvatura y el justo medio de un escritor singular como es el chileno Roberto Bolaño. El narrador colombiano Santiago Gamboa considera a Bolaño un precursor de la Generación del Crack, mientras que Ignacio Padilla, uno de los gestores destacados de este grupo, reconoce a Bolaño como “el “eslabón perdido” entre la generación precedente y nuestra generación” (Sánchez y Sandoval, 2009), a la vez que “una figura esencial para la renovación de la literatura latinoamericana”. “Bolaño”, dice Padilla”, nos dio una lección de que se podía ser latinoamericano y universal, marginándose de la moda literaria del realismo mágico. Bolaño nos enseñó el humor, que se puede ser profundamente moderno con unas raíces clásicas que desde hacía mucho tiempo –desde Borges y Cortázar– no se veían en la literatura latinoamericana” (Montiel Figueras, 2009). Estivill, por su parte, considera que “los maestros del grupo [fueron]: Sergio Pitol, José Emilio Pacheco o Carlos Fuentes, capiteles en la búsqueda imaginativa de una creatividad moderna en todos los autores de México, necesitada de rebasar, con la energía de sus modelos y sus temas “mundiales”, las antiguas consignas de nacionalismo hierático” (2006, 78-79).
Quizá uno de los textos tempranos donde podemos hallar algunos postulados claves de la Generación del Crack, vinculados tanto al Manifiesto, a sus relaciones con autores de la primera parte de los 90 como los antologados en McOndo, a Roberto Bolaño y a otros tantos, sea Tres bosquejos del mal, publicado, como he mencionado, dos años antes del Manifiesto y de la presentación de las cinco novelas de los respectivos cinco miembros más consistentes en su trabajo como grupo. El texto, de ajustadas 230 páginas, contiene tres novelas cortas, Plegarias del cuerpo de Eloy Urroz, Imposibilidad de los cuervos, de Ignacio Padilla, y Días de Ira, de Jorge Volpi, delineados, como el título lo sugiere, como manifestaciones de la maldad, que en el texto se abordan tanto desde la condición humana como de las fuerzas de oscuridad propias de los terrores apocaliptistas de fin de siglo, que es, sin duda, la constante de una buena parte de la producción del Crack, cuando menos en los años previos e inmediatos posteriores a la lectura del Manifiesto.
En el primero de los relatos, Las plegarias del cuerpo, el lector asiste al despertar sexual de un adolescente, Federico, por medio de una compleja trama de tiempo y localización en la cual lo que se cuenta es ya solo memoria herida e irrecuperable, la escritura fracturada de un adulto que recuerda (o quizás es el momento vívido y atormentado del presente —o ambas cosas). Ambientada en un entorno de judíos místicos mexicanos que viven en Las Rémoras, Baja California (espacio recurrente en la posterior narrativa de Urroz), la historia plantea la erotización de lo religioso y de lo prohibido, lo incestuoso, en esa zona difusa y contradictoria de una moralidad que intenta convivir con lo moderno. La referencia bíblica del mandato divino al profeta Oseas de unirse con una prostituta como una dolorosa metáfora de la infidelidad del pueblo hacia Dios, es traspuesta en el relato como una variante del complejo edípico, en el que la realidad existe apenas en la perplejidad del sueño y el deseo, pero que se desdobla en la relación del protagonista con las prostitutas y en la confusión exploratoria de su sexualidad que lo conduce al autodisfrute hermafrodita. Calvo señala adecuadamente que “desde una perspectiva asimilable al misticismo judío, [la novela] identifica el mal con la carnalidad y con la incapacidad del cuerpo para el conocimiento debido a su encierro en la temporalidad.” (2000, 7). La maldad “bosquejada” aquí radica en la incapacidad de reproducir la vida: la maldad es la infertilidad de lo prohibido.
Como en el relato anterior, Imposibilidad de los cuervos acude en este caso a un apocaliptismo de acento gótico, con caballeros templarios en el siglo veinte, herederos de la tribu maldita de Dan (que se entregó por 500 años a la idolatría) que son arquitectos restauradores y traficantes de piezas de arte en un escenario que podría ser la Segunda Guerra Mundial, cuyo espacio geográfico es denodadamente incierto en el texto. La novela se centra en el relato alternativo de sus dos protagonistas, Khune y Tarelli (los dos cuervos), quienes estudiaron juntos en la misma universidad y vuelven a encontrarse muchos años después en el barco en que viajan asociados con una oscura trama, en la que Tarelli no sabía que Khune jugaba un rol esencial. De las tres nouvelles del libro esta es seguramente donde lo místico, sobrenatural y diabólico, tienen un papel más visible en la trama, haciendo del dominio del Mal el mal mismo: un mal sin finalidad —o donde es una finalidad vacía y horrorífica que se disuelve o se queda suspendida en una catástrofe inminente, como en la frase del poeta Gerardo Deniz que incluye Volpi en su segmento del Manifiesto, “El tiempo no cura. El tiempo verifica”.
Días de Ira, por su parte, devela al lector su propio mecanismo de construcción en la tradición de Gargantúa y Pantagruel, y Tristam Shandy. El autor es el mismo personaje (el médico) que se construye y deconstruye en sus propias acciones, mientras escribe y mientras se lee (o mientras lo lee el lector activo). En la trama, el protagonista y autor del texto, es un médico urólogo que rompe la ética de su profesión al involucrarse sexualmente con una de sus pacientes, una cantante de blues que lo seduce y de la cual, mientras escribe su propia historia, es incapaz de escapar. Develación. Dicen las frases que emergen mientras se lee: “El libro: una novela sobre la locura, la impotencia, el miedo. Su fin es constatar la ubicuidad del mal: no hay salvación posible. Pero también a contracorriente, una novela de amor. De su amor, el de ambos, irreconcilible, imposible. Una novela acaso” (191). En dicho constructo impredecible, el lector termina involucrado en la trama, culpable incluso de un posible asesinato: “Yo arranqué su piel [y este “yo” soy yo, el lector], yo destrocé sus labios, sus facciones. Nadie más. Estaba escrito. Ahora debo cargar con su sangre para siempre” (193). El narrador va a descubrir eventualmente que es narrado por el “verdadero” narrador, que es quien fabrica la historia de su relación con la cantante, un autor que escribe Días de ira y quiere que el personaje (el médico) lo lea para de esa manera destruirlo. Como en las otras dos novelas que conforman el libro, esta tiene también un acentuado tono místico y religioso donde la presencia del mal está dentro de nosotros mismos, capaces de actos de bondad extrema, pero también de maldad extrema.
Cuando se observan en conjunto estas tres narrativas, emergen algunos de sus elementos comunes. Quizá su rasgo más distintivo, como ya lo señalé, sea la insistencia en la temática finisecular, que presagia a todo momento la catástrofe en un contexto de lo religioso, referido casi siempre a la tradición apocalíptica del fin del mundo, y a las escrituras judeocristianas, pero por vía de una reacomodación. En la obra de Urroz, la mamá le reza en hebreo a su hijo el niño- adolescente-adulto que narra y es atormentado por la barrera coercitiva que le significa lo religioso; en Padilla, lo bíblico y el evangelio agnóstico de Tomás, como hilo conductivo del relato; en Volpi, la evangelista que le advierte de cuidarse del demonio mientras el autor se autodestruye ante los ojos y con la complicidad del lector (186). Otro elemento destacable de estas nouvelles, es la constante experimentación y riesgo, aunque también la exhibición de una discursividad formal en una buena parte de Imposibilidad de los cuervos. Por otra parte, es cierto que los textos se distancian del realismo mágico, pero abundan en cambio en el tratamiento surrealista, fantástico, místico, gótico y otros géneros precedentes (o siempre perdurables) en la mejor tradición latinoamericana.
En su último ensayo publicado en 2011, La gran novela latinoamericana, Carlos Fuentes, indicaba en relación con el Grupo del Crack: “Si Padilla, Volpi, Palou, Urroz o Rivera Garza hubiesen publicado sus novelas en, digamos, 1932, los cinco habrían sido llevados a la cima de la pirámide de Teotihuacan para arrancarles el corazón y arrojárselo a las jaurías nacionalistas, acusados de afrancesados, malinchistas, cosmopolitas, tránsfugas de la realidad y enemigos de la Revolución. La normalidad de su presencia hoy, el aplauso que reciben, el reconocimiento internacional que cosechan, hablan muy a las claras de la superación de una etapa reduccionista y dogmática de nuestra literatura” (361).
Posteriores al Crack y la antología de McOndo no ha habido en América Latina ningún otro reclamo generacional, como no sea el de la atomización, de la radical independencia temática y de estilo, testimoniado hoy día por los mismos autores del Crack o McOndo, quienes han tomado cada uno vertientes diversas en la búsqueda de su propia creación e intereses literarios y siguen produciendo una obra que mantiene su interés entre los estudiosos y el público lector. El brillo ya establecido y siempre creciente del enorme legado narrativo de Roberto Bolaño es también una luz bajo la cual se cuantifica y valora la década de los noventa y principios del siglo veintiuno en las letras latinoamericanas. Pero no hay duda que la Generación del Crack tiene su espacio propio y todavía en proceso de absorción dentro de un universo volátil, con preocupaciones ya posmileniaristas y sabedor también de que siempre hay un lector atento al hallazgo de un nuevo texto que merezca ser leído.
Bibliografía
Brushwood, John S. Mexico in its novel. A Nation’s search for identity. Austin: University of
Texas Press, 1966.
Calvino, Italo. Seis propuestas para el pró¬ximo mile¬nio. Madrid: Editorial Siruela, 1998.
Calvo, Javier. “La medicina del Crack.” Babelia, El País 28 de octubre de 2000.
Estivill, Alejandro. “Crack social, político y diplomático”. Revista de la Universidad de México,
Núm 31, Septiembre 2006:78-79.
Fuentes, Carlos. La gran novela latinoamericana. Madrid: Alfaguara, 2011.
Montiel Figueras, Mauricio. “Seis propuestas para la próxima narrativa”. Dossier. Revista de la
Facultud de Comunicación y Letras. Santiago de Chile: Universidad Diego Portales,
2009. http://www.revistadossier.cl/detalle.php?id=85.
Sánchez, Marcelo y David Sandoval. “La novela negra en AL posee particularidades regionales”.
Universo. No. 365, agosto 27 de 2009. Xalapa, Veracruz, MX: Universidad Veracruzana
(http://www.uv.mx/universo/365/infgral/infgral_23.htm).
Urroz, Eloy, Ignacio Padilla, Jorge Volpi y Alejandro Estivill. Variaciones sobre un tema de
Faulkner. Barcelona: Seix Barral, 1999.